"MARRUECOS ES UN PAÍS DIFÍCIL DONDE LAS MUJERES SALIMOS PERDIENDO"
La entrevista tuvo lugar un 16 de febrero en el bar restaurante Candela, en el Raval de Barcelona.
Se tapa la boca con la mano cada vez que se ríe. “A pesar de lo que he vivido, nací tímida y sigo siéndolo, ahora puede que incluso más”.
Salima cubre su cabeza con el velo típico que llevan las mujeres en su país y va vestida con una túnica holgada de color púrpura. Aunque está sentada en una postura aparentemente relajada sus manos no paran quietas y juguetean frenéticamente con la cucharilla del café de la mesa. “Aquí, en este bar, empezó mi nueva vida”. Un pequeño local que llenó de esperanzas a esta protagonista y le permitió empezar de nuevo.
Detrás de esta presencia tan cohibida hay una mujer cuyo coraje han conocido sus familiares y vecinos y ha traspasado fronteras. Con esa apariencia de mujer vergonzosa, desafió la autoridad de sus padres y de su marido en busca de una vida feliz. Una sonrisa nerviosa se cruza en su rostro cuando se le habla de su infancia en Marruecos. “Fui una niña feliz, mi familia es muy numerosa y, a pesar de no haber tenido lujos, vivíamos muy tranquilos en Larache. Nunca pensé que algunas costumbres que tienen los de mi raza fueran a afectarme a mí”.
-Lo de tu casamiento fue una decisión implacable por parte de tus padres.
-Marruecos es un país difícil donde las mujeres en especial salimos perdiendo. Tardaron 2 años desde que me vino la regla a la edad de 15 en decirme que habían encontrado un buen marido para mí. Era un vecino nuestro que tenía 48 años.
El brillo de sus ojos al recordar Larache se oscurece cuando recuerda el día de su boda. “Fue todavía peor porque sabía que, a la semana siguiente, nos vendríamos a vivir a España y no podría ver a mi familia. A pesar de haberme obligado a casarme, sigo queriendo a mis padres muchísimo”. Salima habla recolocándose, cada pocos minutos, las gafas que lleva puestas. Del café ya no sale humo, pero ella posa sus manos alrededor de la taza como si le transmitiese calor.
“Todo empeoró cuando llegamos aquí. Me pegaba a diario y no me dejaba salir de casa. No conocía a nadie y no tenía amigos ni gente que pudiese ayudarme. Mi única vía de escape eran las novelas que había en la casa. Leía sin parar horas y horas para poder evadirme de la realidad”. Esta fue la peor etapa de la vida de Salima, que vivió casi 2 años bajo el yugo de su cruel marido. Sin embargo, una noche de verano, decidió escapar y poner fin a esa tortura. Fue después de haber recibido una tremenda paliza y de que su marido hubiese salido de noche, cuando decidió prepararse una mochila con lo básico y huir. “Le robé dinero y compré un billete solo de ida hacia Larache. Quería volver con mi familia”.
-En cambio, tu familia no quería que tú volvieras.
-Así es. Cuando me presenté en casa de mis padres, me dijeron que estaba loca y que volviese inmediatamente a España con mi marido. Ellos no pensaban esconderme o darme una nueva oportunidad.
No hay ningún signo de tristeza o turbación en el rostro de Salima ni en sus gestos cuando cuenta la parte más cruda de su adolescencia. En vez de eso, una sonrisa tímida aflora en su rostro. “Me volví a Barcelona, pero no vi nunca más a mi marido. En vez de eso, me alojé en casa de unos amigos de mi familia con los que contacté antes de volver. Me puse a buscar trabajo y, al poco tiempo, encontré este sitio”. Tenía 20 años y había decidido que quería valerse por sí misma, no depender nunca más de ninguna otra persona, en especial, de ningún hombre. Manuel Benito, el dueño del bar El Candela, en pleno Raval de Barcelona, contrató a Salima para lavar los platos. Poco a poco, fue ascendiendo: pasó de ser lavaplatos a pinche de cocina hasta llegar a ser la cocinera principal del bar.
-¿Qué pasó con tu marido?
-Se puso en contacto con mis padres cuando vio que no volvía con él y ellos, al enterarse de que había encontrado trabajo, se enfadaron mucho. Mi padre vino aquí a intentar llevarme a Marruecos y mi madre estuvo sin hablarme casi 3 años, hasta que nació mi primer hijo.
A los dos años de estar trabajando, Salima conoció a un chico marroquí que trabajaba en un bar de copas cercano. Abdul era un joven de su edad y había llegado a Barcelona en patera. “Es una historia que también deberías de poner por escrito”, dice Salima riéndose a carcajadas. El amor entre ellos surgió casi de inmediato, pero con el padre de ella merodeando por allí, les era imposible verse. “Manuel, el jefe, hizo de celestino. Me había cogido mucho cariño en todos esos años y, al contarle lo que me pasaba, me ayudó para que Abdul y yo pudiésemos vernos”. La despensa de la cocina del bar era el lugar donde la pareja se reunía a escondidas. “Pude conseguir los papeles del divorcio y fue entonces cuando nos casamos y, al poco tiempo, nació Adam”. Durante todo ese tiempo, Salima se sacó el carné de conducir, estuvo yendo a cursos para aprender inglés y francés y descubrió su pasión: la cocina.
-¿Sigues teniendo relación con tu familia?
-Sí, a día de hoy hablo casi a diario con mis padres y, por suerte, todos mis familiares han abierto mucho sus mentes. Tengo una sobrina que se ha graduado hace poco de periodismo y no lleva la vestimenta típica árabe. Es toda una rebelde.
Tal vez, la palabra que mejor define la personalidad de Salima es esa: modestia. No se siente una heroína y tampoco se siente orgullosa de sus actos. “A lo mejor podría haberlo hecho de otra manera, pero el destino quiso que fuese así. El destino quiso que me casase y tuviese dos hijos preciosos. Además, mi trabajo me apasiona. Yo ya estoy conforme con mi vida”.
Las horas han pasado y el bar se ha ido vaciando. Salima mira a su alrededor y suspira: “Aún me queda trabajo por hacer”.