
LA IMPRUDENTE MIRADA
Àlex Gorina miró al público de frente y empezó a dar un discurso propio de una conferencia sobre el cambio climático. Bajo la tenue luz de los focos, los atónitos espectadores, universitarios en su gran mayoría, cambiaron su actitud y comenzaron a tomar apuntes. Gorina había dejado de ser un actor de teatro para ser un profesor impartiendo una clase sobre el popular cineasta Michael Powell y nosotros, sus alumnos.
La historia que se desarrolla sobre el precario escenario empieza en el Teatre Lliure de Barcelona, en el barrio de Gracia, una tarde de domingo lluviosa. Está anocheciendo y la poca iluminación de las estrechas calles no deja identificar el edificio con claridad. En la entrada del teatro, una gran cristalera permite ver el amplio vestíbulo de la sala, donde lo que más llama la atención son las numerosas imágenes de las diversas obras de teatro que se representan en ese edifico tan pequeño.
“La proyección de la película comenzará en unos minutos, en el primer piso. Más tarde se representará la obra de teatro”, me informa la recepcionista que hay tras el mostrador. Centenares de gotas de sangre en relieve cubren las paredes del hall donde se encuentran las escaleras para acceder a los pisos superiores, ofreciendo un aspecto tétrico y solitario, acentuado por la ausencia de gente. Las pocas personas que acuden ocupan tan solo la mitad de los asientos disponibles y eligen el sitio que más les conviene, junto con sus conocidas y conocidos.
La cinta, de los años 60 y con subtítulos en inglés, no logra captar toda la atención y, en menos de media hora, las pantallas iluminadas de los móviles rompen la atmósfera de Peeping Tom. La mirada es el eje central de la película, puesto que el protagonista es un psicópata que fotografía a sus víctimas mientras mueren. Este personaje necesita registrar en imágenes el terror que sienten sus víctimas antes de morir. Una mirada que los espectadores parecen dirigir a otros asuntos.
Las luces se encienden y los asistentes se desperezan en sus asientos, apresurándose para salir y poder comentar lo que acabamos de ver. El desconcierto se adueña de todos nosotros: ¿qué temas se tratarán en la representación teatral? La hora libre antes de ver la obra permite a los estudiantes elaborar todo tipo de teorías e intercambiar sus diferentes impresiones sobre el filme. Las opiniones son diversas, lo único que tenemos todos en común es la expectación sobre lo que viene a continuación.
El desconcierto reina sobre los rostros de los asistentes al entrar en la misma sala. Los dos actores ya han empezado a representar la obra y, por si fuera poco, dos trabajadoras reparten un trozo de pan a cada espectador a medida que vamos entrando. Un murmullo general llena la sala: ahora hay más personas y todos respetan los asientos indicados en sus entradas. Pasan cerca de 15 minutos hasta que la estancia queda en absoluto silencio y se puede escuchar el diálogo de los actores con claridad.
Vouyerismo, relación entre padre e hija, psicología, comparación entre cine y teatro… La obra gira en torno a varios ejes y son Àlex Gorina y Alba Pujol, la cual representa a Alicia, hija de Àlex, los encargados de dar respuesta a todas las preguntas que surgen a lo largo de la representación: ¿Cuál es el límite entre curiosidad y obsesión? ¿Dónde acaba la realidad y empieza la ficción? Los curiosos diálogos entre los protagonistas parecen despertar los sentidos de los espectadores y llamar su atención. Apoyándose de imágenes de la película que se proyectan en el fondo del escenario, Àlex y Alba estructuran una especie de conferencia que busca desvelar detalles claves de la película que habíamos pasado por alto. Juegan con el espacio, con el atrezzo, con la mirada y con nosotros. Gorina, desde su experiencia como voyeur profesional nos anima a comportarnos exactamente igual: somos voyeurs viendo cómo otro voyeur cultiva su voyeurismo desenfrenado. Las metáforas son constantes y, a pesar del ritmo desenfadado e informal de la obra, los momentos serios e importantes son fácilmente identificables. Acompaño toda esta maraña de sensaciones siguiendo las órdenes que los actores habían dado al principio de la obra: haciendo bolitas con las migas del pan que nos han repartido. Nadie sabe el objetivo final, pero siento cómo el tacto del fresco pan me ata a esa diminuta sala.
75 minutos después, la representación termina igual que empezó: sin darnos cuenta. La reacción de la gente es diversa: algunos se quedan sentados esperando a que alguien indique el final, otros vuelven a apresurarse para marchar y unos cuantos cuchichean sobre a quién hay que darles las bolitas de pan.
“¡Anda, alguien que nos las ha traído!”, me dice Gorina cuando bajo al escenario a entregarles las migas. “Te has ganado un poco de vino”.