
OASIS EN LA GUERRA
Es una mañana de domingo soleada y un avión vuela atravesando el despejado cielo. La ausencia de nubes permite ver la estela que la aeronave deja a su paso mientras se dirige hacia algún turístico destino. Ninguna de las personas que se encuentran en la calle en esos momentos dirige la mirada hacia el avión, la mayoría ni se percatan de su presencia. Hace 50 años, los abuelos de estas mismas personas huían despavoridos ante la presencia de una aeronave. La estela que dejaba a su paso: muerte.
La historia de los habitantes del barrio Sant Joan Baptista, en Sant Adrià de Besòs, entre los años 1936 y 1939, está recogida en el refugio antiaéreo que se construyó en aquella época. Una pequeña edificación de piedra, reforzada con el paso del tiempo con cristal y madera, con un enorme cartel que reza “Refugio antiaéreo” indica que he llegado a mi lugar de destino. No hay nadie por los alrededores a excepción del guía situado junto a la puerta. Jordi Vilalta lleva 3 años dirigiendo las visitas de grupos escolares, al parecer las únicas que recibe el refugio anualmente. Ambos bajamos por unas modernizadas escaleras blancas, adaptadas para minusválidos. La temperatura empieza a bajar y la luz se vuelve mucho más tenue a medida que seguimos descendiendo. Empieza la visita.
La voz de Jordi retumba en cada uno de los pasillos del refugio, debido al eco que cualquier sonido produce en esos muros de piedra. A pesar del descenso de la luz, las estancias están bien iluminadas debido, en gran parte, a unos paneles en forma de arco que cubren las paredes y explican la historia de aquel modesto barrio que fue objetivo de la aviación italiana de Franco durante la Guerra Civil. Las dos centrales térmicas que ocupaban gran parte del territorio fueron las principales causas de los bombardeos. Su proximidad con Barcelona y con la desembocadura del rio Besòs (donde el agua del mar permitía refrigerar las instalaciones) aumentaron más las probabilidades de ataque.
De repente, las explicaciones de Jordi quedan ahogadas por los impactos de las bombas al estrellarse contra los edificios, las voces alarmantes de los vecinos y unos ladridos insistentes de perro. Unos minúsculos altavoces situados en las esquinas de los pasillos del refugio son los responsables de estos efectos sonoros que hacen a uno transportarse a esos momentos de pánico vividos. Trosky, el perro que acabamos de escuchar, era considerado un héroe por los habitantes del barrio, ya que escuchaba los zumbidos de los aviones incluso horas antes de que apareciesen y alertaba del inminente ataque. Es en ese momento cuando una fotografía del valiente can se ilumina y permite ver, justo al lado, su huella, inmortalizada para siempre en una de las paredes del refugio.
A medida que avanzamos por los pasadizos, descubro cientos de protagonistas, hasta ahora anónimos, de la memoria histórica de Sant Adrià. Sus testimonios hablados, escritos, fotografiados, sus textos, mapas, libros, vídeos caseros, guiones y composiciones musicales, su ilusión y energía y, por encima de todo, su dignidad, han hecho posible que ese pequeño refugio conserve la vida aun después de haber albergado tanta muerte. El hecho de que en esas dimensiones tan minúsculas se hayan refugiado cientos de personas acrecienta la sensación de enclaustramiento y ahogo, solo amortiguado por una pequeña rendija de luz proveniente de la puerta de entrada, situada junto a las escaleras.
A pesar de que el recorrido por el refugio no dura más de una hora, cuando salimos, la luz radiante del sol me hace creer que llevo horas ahí abajo. Ahora, en el exterior, se encuentran muchas más personas que al principio: un grupo de ancianos conversa en un banco cercano al refugio, familias con niños conversan animadamente en las terrazas de los bares contiguos, una fuente llena de agua chisporrotea animadamente…
Una mujer mayor se nos acerca y se interesa por saber cómo ha ido la visita guiada. Carme Tura es la niña más joven de la guerra adrianense. Solo tenía 2 años cuando comenzaron a caer las bombas, pero conserva unos recuerdos claros y vívidos, buena muestra de hasta qué punto ciertos aspectos de la memoria quedan por siempre impresos en la mente humana.
“Me gusta que gente joven como tú se interese por la historia local, esto nos ayuda a vivir para siempre en la memoria de las generaciones que están por venir”, me dice, con los ojos humedecidos y la voz temblorosa, mientras más ancianos empiezan a congregarse donde estamos situadas.
“¡Qué bien!”, oigo, “alguien que no permitirá que nos olviden”.